Cesar Millan, el reconocido entrenador de perros norteamericano de origen mexicano y celebridad de la televisión por cable, escribía hace unos
meses acerca de los sentimientos de dolor que embargan a los dueños de los perros cuando éstos fallecen.
Cesar Millan y su manada - Fuente: Modern Dog Magazine |
El entrenador anotaba que casi no existe diferencia en la magnitud del duelo que una persona puede sentir al perder a un ser humano querido, que cuando se va su hijo peludo en cualquier
circunstancia.
Aquí quiero explicarle algo a quienes no tienen perros lo que ningún dueño de un perro va a contradecir: si bien somos de especies diferentes, somos las madres y los padres de esos hijos que no nos dio la biología. Y no pongo hijo entre comillas, porque si bien no parimos a ese ser de cuatro patas; ni tampoco tenemos camadas numerosas, nuestro perro tiene la misma connotación emocional que un descendiente humano.
Yo, en particular, soy una orgullosa madre adoptiva de una Beagle de cuatro años: Lulú Esperanza, que para mi tiene estatus de hija
(so pena de no contar con el beneplácito de mi familia con respecto a esta
afinidad). El primer nombre, Lulú, ya venía con ella; el Esperanza, se lo puso mi madre en la época cuando la adopté, cuando se estaba firmando del Proceso de Paz en Colombia. Así que Lulú representa la esperanza de una nueva vida y de un volver a comenzar.
Lulú Esperanza, la Reina de la Casa |
La historia de Lulú no deja de angustiarme, pues a ella la explotaban para tener crías una y otra vez, para ser vendidos por muy poca plata. Cuando sus criadores le sacaron todas las crías posibles, la botaron a la calle (literalmente) a ella y a Fito, el otro Beagle con el que la cruzaban. Los dos perros sufrieron todas las penas, las inclemencias del tiempo, se acostumbraron a comer basura y a pelearse a muerte con otros perros de calle por los restos que quedaban en el piso.
Y, de una manera extraordinaria, la Fundación Milagrinos los encontró y los acogió en su refugio. Lulú vivió allí durante muchos meses, y fue una de las perritas más queridas por sus padrinos. Y fue, varias veces, a las jornadas de adopción que la Fundación hacía cada fin de semana para buscarles a sus perros criollos una casa limpia, segura, caliente y con amor.
Lulú en las instalaciones de la Fundación Milagrinos |
Pero la historia de Lulú en realidad parte de un capítulo anterior. Y es aquí donde empieza a ladrar el alma.
Antes de llegar a Lulú, yo ya había sido madre. De un Pug muy fino y gracioso al que bautizamos Bugalú.
Bugalú llegó por caprichos míos: con el esposo chileno de la época (a quien no vale la pena resaltar en esta historia) intentamos tener hijos. Al no lograrlo, exigí comprar un cachorro con pedigrí papeles del Kennel Club y con microchip para hacerlo invulnerable a los robos de perros finos que había en Santiago de Chile cuando yo residí allí por un par de años. El nombre, bien peculiar y difícil de pronunciar para algunos, fue por imposición del padre que quería darle un toque caribeño y musical a su descendencia perruna.
Es así como Bugalú se convirtió en mi hijo. En el primer hijo –de cualquier especie- que yo tenía en mi vida. Como era obvio, lo cuidaba como un bebé, no me desprendía de él y organizaba todos mis horarios para que yo pudiera permanecer el mayor tiempo posible a su lado. Prácticamente me faltaba amamantarlo. En eso también ayudaba a que yo era, prácticamente, una desperate housewife* extranjera, casada con un acomodado abogado, por lo que en realidad mi mundo giraba alrededor del bienestar de Bugalú.
Al dañarse el matrimonio a principios de 2016, y al decidir que regresaba a mi país de origen después de seis años en el exterior, el ya ex marido y yo
entramos en el debate sobre qué debíamos dividir. Los asuntos económicos y patrimoniales estaban resueltos desde el inicio del vínculo legal, así que nadie le debía un peso a nadie. Tampoco teníamos hijos a los que tuviéramos que decidir el futuro ni organizar custodias. Pero el único que fue el objeto en disputa fue el perro.
Yo, como mujer aguerrida que me considero y mamá perruna que se entregó en su totalidad al cuidado y cariño de Bugalú, argumenté que él estaría mejor conmigo en Colombia que con su ausente padre trabajador, que sólo lo consentía mientras veía las noticias después de comer; pero quien luego lo dejaba en la terraza en la fría noche.
El perro, que captaba toda la tensión flotante, empezó a enfermarse. Mal, muy mal. Cada vez peor. Y obviamente yo hice todo lo que toda madre hace por sus hijos: dedicarse en cuerpo y alma por el cuerpo y alma del can. Porque era imperativo que yo me lo llevara, e hiciéramos los dos una nueva vida sin ese padre, al que ya ninguno de los dos quería ni necesitaba.
Pero llegó uno de los momentos más amargos de mi vida; que, cuando a veces lo recuerdo sin querer, me arruga el corazón, me hace el literal nudo en la garganta y me cambia el semblante.
Faltaban tres días para que me fuera de Chile. Ya tenía seis maletas listas, todas a reventar, porque estaba regresando a la vida que había dejado por muchos años. Y el perro no se curaba con nada; no escatimábamos en los precios de los medicamentos para su afección respiratoria –muy usual en los Pugs, por ser brancocefálicos-. Y entramos a la más aguda discusión sobre el porvenir de Bugalú, y yo lloraba y pataleaba como una niña de cuatro años, rogando para quedarme unos días más y darle tiempo al tratamiento. No lo logré. Perdí la batalla, perdí la cordura y dejé toda la fuerza que tenía, porque había perdido a mi perro. A mi hijo.
En la madrugada en la que salía de Santiago a Bogotá, lo desperté como siempre y le dejé tres de sus snacks favoritos que se comía debajo del comedor. Como son los perros, absolutamente perceptivos, solo se quedó mirándome muy fijo mientras se comía su galleta. Y esa fue la última mirada que tuve de él. Cada vez que recuerdo esto, se me vuelve a anudar
la garganta y se mojan los ojos.
Al llegar a Bogotá, ya en el proceso de readaptación, se hizo imperativo acudir a ayuda profesional. Podría ser obvio que el tema marido era lo primero. Pero fui descubriendo que el dolor más profundo no estaba en el fracaso del
matrimonio, sino en la pérdida del perro amado. Es tan así –y lo digo fuera de chiste- que creo haber llorado más por Bugalú, que por el marido. (La gente se ríe con el comentario, pero lo puede entender).
El día que finalmente le empecé el duelo a Bugalú fue luego de una conversación, en donde el padre del perro me aclaró en todos los tonos que iba a ser imposible que yo volviera a tener al perro, pues “es chileno y se queda en Chile”. Ahí, a partir de esas palabras, en mi mente vi a Bugalú como su última vez bajo el comedor, y le “eché tierra”. Sí: como a los cajones que bajan, a los que les van agregando tierra, para su descanso subterráneo. Al Bugalito lo enterré y, fue ahí mismo, que me sané para atraer a mi nueva hija perruna.
Con la mente clara y el corazón emocionado, encontré a la pequeña Lulú en el catálogo que la Fundación Milagrinos hace con el perfil de cada perro. En el de ella anotaban que era tranquila y muy cariñosa con las personas. Yo tenía mis reparos frente a la raza, pues los Beagles son muy enérgicos, dañinos y necesitan espacios grandes. Pero esta era una niña grande, de tres años, los ojos delineados en negro como por lápiz Kohl; que lo primero que hace al ver a las personas que le simpatizan es echarse boca arriba para que le rasquen la barriga. Un encanto que le roba besos lengüeteados a todas las visitas que pasan por la casa.
A pesar de compartir mi vida con Lulú y ser absolutamente feliz con ella al lado, hoy escribo a la memoria de Bugalú porque sigue representando una pérdida muy dolorosa en mi vida. Es, en realidad, la cicatriz más profunda que me dejó el divorcio; y creo que, tal como Cesar Millan habla sobre la conexión entre los duelos entre humanos y perros, me pesa tanto como haber dejado un hijo al que no pude defender y proteger.
Finalmente quisiera pensar que, donde quiera que vaya a llegar mi alma luego de dejar este tierrero, me encontraré con Bugalú debajo de un comedor comiéndose feliz sus snacks, tal como lo dejé cuando me fui.
____________
Solo cuando se tienen perros se entiende ese afecto que se crea.
ResponderBorrarMuchos éxitos con tu Blog 2018
Pablo Peláez
Así es, querido Pablo. El mundo de los afectos (como dice mi mamá) es muy amplio, y ese afecto llega a nuestros perros, que se convierten parte de nuestra familia. Mil gracias por tus comentarios y por leerme! Fuerte abrazo!
Borrar