Hace unas semanas,
fui convocada a una “Fiesta de Solteros”. Su anfitriona -una estupenda mujer de
“armas tomar”, feminista y rockera, muy bad-ass-
se sintió con la confianza suficiente para servir, eventualmente, de dulce Celestina,
pero sin garantizar ningún enlace psico-sexo-emocional entre sus invitados,
todos mayores de 35 años. Pero eso sí sin escatimar en licor, siempre necesario
para despertar los ánimos más apagados y las personalidades más tímidas (o las
más temidas).
En esa fiesta,
conocí (o medio recuerdo haber conocido) a un personaje al que sólo llamaremos
por su inicial: A. (Para guardar su identidad, no vamos a mencionar su género;
puede ser hombre, mujer o “pecado”). Dentro de las conversaciones que se puede
tener entre shot y shot de ginebra y vodka, logramos crear
cierta afinidad; pero lamento decir que yo “caí” por culpa del traicionero
alcohol y no pude mantener ni una conversación más. Hasta ahí llegó esa noche.
Dos días después,
me levanto con tres peticiones de amistad en mi perfil de Facebook, algo
extraordinario con los tiempos que corren. Eran tres personajes que habían
frecuentado la fiesta: dos con los que ni siquiera crucé palabra, y el tercero,
A.
Como es ya dinámica
en las redes sociales, uno acepta, se hace una introducción -sosa, por lo demás,
sobre cómo se gana la vida, qué tal va el día y más información banal, que uno
termina copiando y pegando en el chat siguiente, por la pereza de gastar tiempo
en la repetición-.
Sin embargo con A.,
la conversación fluyó en el curso de la mañana: mensaje va y viene por
Messenger; hasta que uno de los dos, bien atrevido, toma el paso siguiente y
propone seguir la conversación por Whatsapp… Todo un avance en la relación!
Fluyeron tanto
las ideas y los puntos en común, que con A. decidimos vernos al final de la
semana, para compartir ideas al calor de unos sexies Martinis. Para avanzar en la historia, se concertó en
almuerzo extendido, en una deliciosa tarde soleada en Bogotá, que para mí es lo
más cercano a la felicidad.
Maravillosa
tarde, encantadora noche… hasta que uno se pone a filosofar sobre los inconvenientes
y las angustias por buscar pareja después de los 35 años. En mi experiencia,
como soltera “reencauchada” luego de un muy difícil matrimonio y un divorcio
delicado, ha sido como estar en la montaña rusa del parque MundoAventura: uno
se sube al carrito, creyendo que ya sabe cómo es el asunto; la subida es
tensionante, pero cuando llega a la bajada vertiginosa, se da cuenta que nada
lo había preparado para ese vacío tan inmundo.
A. describió de
manera impecable ese angustiante recorrido de la soltería madura con una escena
de terror (tal como montarse en una montaña rusa en Colombia):
“Es como lanzar
un montón de adolescentes con vendas en los ojos en un cuarto… y muévanse…
Finalmente todos se van a estrellar y a romper la nariz contra los muros y
entre ellos. Después caminarán más despacio, midiendo cada paso con los brazos
adelante esperando el golpe. Algunos se harán en una esquina y no se moverán; y
uno que otro se encontrará de frente, de manera fortuita, y se abrazarán
fuertemente tratando de no soltarse”.
Fotografía de David Teplica - Fuente: Cultura Colectiva |
Y en eso juega mucho la mediación que hacen las redes sociales como canal para encontrar a alguien; y, si le va bien, quedarse con esa persona por un tiempo (indefinido).
Soltera y soltero
que se digne de serlo ya pasó por Tinder (o todavía escarba a ver qué
encuentra, como un gallinazo a la carroña). Eso sí es como pasar por todos los
estadios del ánimo: una autoestima desbordada por la atención; la líbido espléndida;
una simpatía y donosura que no se la conocen en la casa… Como quien canta: “¿Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo?”…
Así debería ser Tinder: gente real - Fuente: cívico.com |
Pero en mi
experiencia, Tinder es como un rito de paso que hay que cumplir para saber qué
es lo que uno NO quiere en su vida.
No puedo
desconocer que conocí gente realmente interesante: todos muy decentes (hasta
que empiezan a acosar a las 10:00 am por fotos reveladoras); relativamente
definidos en su vocación laboral, unos más claros en que querían sólo una
conexión pasajera y uno que otro (rarezas para la red) buscando algo “serio”.
Yo lo digo sin
tapujos: pasé por todo el rito y quemé, una a una, las etapas. Fue chévere y
excitante, pero agotador. El “Sexting” exije mucho tiempo e ingenio; y repartir
la agenda para verse con gente que ni siquiera es capaz de pagarle un Mocaccino
en Juan Valdéz (pero, eso sí, sugiere lo agradable que sería ir a la casa de
uno a pasar la noche) es un insulto a la inteligencia.
Es triste
admitirlo, pero “la calle está difícil”, como reza un comentario afín a las chicas de la noche. Yo pensaba que sólo
para las mujeres, que nos teníamos que dar codo a codo entre nosotras para
conseguir “machuque”. Pero tal como me lo han dicho varios amigos hombres, para
ellos no es muy fácil tampoco.
Por el momento, sólo
logro llegar a una conclusión, que está también alimentada por lo que anotaba
A.: entre más adultos nos volvemos, creemos que tenemos claro el panorama
emocional; y que el intercambio psico-sexo-emocional que nos promete Tinder sólo
termina por ahogar toda forma de profundidad. Y lo más triste: volvemos a ser
esos adolescentes, temerosos de golpearnos nuevamente; pero que sólo tenemos la
opción de quedarnos en la esquina, sin encontrarnos con nadie; o enfrentarnos
al posible golpe que tenemos garantizado en la búsqueda de un nuevo amor.
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