jueves, 25 de enero de 2018

DISNEY Y PLAYBOY

Desde hace unos años, ha venido circulando en las redes sociales un gracioso meme que se ha convertido en una descripción que se aproxima bastante a la realidad:


Más que un chiste rápido, creo que esta imagen retrata una lectura "socio-cultural" muy profunda para quienes nacimos en el siglo XX, que hemos tenido muy presente la "cultura POP" de la que hacen parte tanto los dibujos animados de Disney y la estética femenina que la revista Playboy siempre ha presentado.

Al nacer y criarme como mujer -muy femenina que me considero (en los positivos y no tan positivos sentidos que eso conlleva)- esto impone un doble estándar de la mujer que es muy complejo para nosotras. Está claro que el prototipo de Playboy ha puesto durante más de 60 años pone una vara muy alta en términos de belleza física: allí han posado las mujeres más hermosas y sexies del hemisferio Occidental; y la primera en lista: la mujer más hermosa que ha dado este universo, Marylin Monroe.

La primera portada de Playboy (1953) - Fuente: NY Daily News

(Aquí debo reconocer que no conozco a profundidad la revista -salvo porque en la escuela de Periodismo se resaltaba la calidad de "las plumas" que escribían para la publicación: desde Ray Bradbury, pasando por Truman Capote -uno de mis escritores favoritos-, Gabriel García Márquez y, más recientemente, Haruki Murakami). Pero sé quiénes ha posado y cómo.

El segundo estándar es más complicado para las mujeres; y creo que es lo que nos sigue jodiendo la cabeza, el corazón y la autoestima:

Disney ha retratado durante muchas décadas las historias de mujeres que han vivido en la desgracia y con un futuro desesperanzador. Siempre "en la mala", con familias déspotas, desprovistas de cariño, ansiosas por un mejor devenir; que empiezan a alterarse, fruto de la angustia y la desesperación: se hacen amigas de enanos (que hartas ganas le tienen), hablan con los animales del bosque, dejan los zapatos tirados en las fiestas... Un desastre total, que uno ni siquiera quisiera tener de amigas.

La Bella Durmiente, Belle, La Cenicienta y... Frida Kahlo


Pero sus historias dan un giro; y, por arte de magia de las hadas, los ángeles, los duendes y cualquier otro ser irreal, sus vidas cambian y... voilá, ahí llegó el HOMBRE DE SUS SUEÑOS. Lo pongo en mayúsculas porque las princesas de Disney, que hasta ese momento estaban en la inmunda, han encontrado LO MEJOR qué les ha pasado en toda la vida, por los siglos de los siglos. Y sus historias nos dejan ese (sin)sabor de TODO en la vida va a ser MEJOR cuando llegue MI HOMBRE.

*****

Yo puedo decir que yo me casé con un príncipe. Sí, así es: rubio, ojiazul, de acento extranjero, muy encantador. Yo creí que había venido a salvarme la vida. Y, años después, yo tuve que salvarme a mi misma de ese príncipe; y no tuve un final feliz; pero supe salir de ese encierro, en donde la angustia me llevaba a hablarle a los animales (al pug Bugalú que ya les conté). Y ahí pisoteé el estereotipo absurdo de las princesas en desgracia y la creencia que las mujeres debemos esperar por "EL HOMBRE" de nuestros sueños.

Esta claridad me ha hecho reflexionar sobre la educación en autoestima que le estamos dando a las niñas: tengo dos sobrinas, una de 11 y otra de 5 años. Y veo que las dos tienen más claro que se están construyendo como pequeñas mujeres más centradas, más empoderadas, enfocadas en ser niñas con capacidades intelectuales y morales que las hacen más fuertes y resilientes; que en princesas que son criadas para que alguien les "mejore" la vida -ya sea emocional, económica o socialmente.

Los personajes del caricaturista chileno Alberto Montt, Laura y Dino (su alter ego)

Con el perdón de las madres y los padres de niñas que leen esto -que sé que hay muchos que auspician y ven con ternura disfrazarse a sus chiquitas como princesas- me gustaría hacer una humilde y sentida sugerencia: hay otras figuras femeninas que pueden ser rescatadas para proponerles a sus niñas, sin que pierdan la inocencia. No importa si la misma princesa sea Elsa, de Frozen (mi heroína favorita, lejos), pero que ese prototipo inculque mayores valores como la fortaleza, el carácter, la determinación y la autonomía. Porque eso es lo que están necesitando nuestras niñas, ante las absurdas amenazas de un mundo abusivo y oscuro.

En este mismo sentido, volviendo a Playboy, creo que el estándar de belleza que ha implantado Playboy y las revistas que le han seguido alrededor del mundo, sea sólo una imagen de una revista, y no incentive un deseo urgente por cambiar las apariencias físicas a como dé lugar; sólo para atraer EL HOMBRE que le va a cambiar la vida. Y, para los hombres, bueno... sigan buscando su Conejita Playboy. Depronto encuentren alguna que verdaderamente les cambie la vida.


















miércoles, 24 de enero de 2018

LA ALEGORÍA DEL CUARTO OSCURO

Hace unas semanas, fui convocada a una “Fiesta de Solteros”. Su anfitriona -una estupenda mujer de “armas tomar”, feminista y rockera, muy bad-ass- se sintió con la confianza suficiente para servir, eventualmente, de dulce Celestina, pero sin garantizar ningún enlace psico-sexo-emocional entre sus invitados, todos mayores de 35 años. Pero eso sí sin escatimar en licor, siempre necesario para despertar los ánimos más apagados y las personalidades más tímidas (o las más temidas).

En esa fiesta, conocí (o medio recuerdo haber conocido) a un personaje al que sólo llamaremos por su inicial: A. (Para guardar su identidad, no vamos a mencionar su género; puede ser hombre, mujer o “pecado”). Dentro de las conversaciones que se puede tener entre shot y shot de ginebra y vodka, logramos crear cierta afinidad; pero lamento decir que yo “caí” por culpa del traicionero alcohol y no pude mantener ni una conversación más. Hasta ahí llegó esa noche.

Dos días después, me levanto con tres peticiones de amistad en mi perfil de Facebook, algo extraordinario con los tiempos que corren. Eran tres personajes que habían frecuentado la fiesta: dos con los que ni siquiera crucé palabra, y el tercero, A.

Como es ya dinámica en las redes sociales, uno acepta, se hace una introducción -sosa, por lo demás, sobre cómo se gana la vida, qué tal va el día y más información banal, que uno termina copiando y pegando en el chat siguiente, por la pereza de gastar tiempo en la repetición-.

Sin embargo con A., la conversación fluyó en el curso de la mañana: mensaje va y viene por Messenger; hasta que uno de los dos, bien atrevido, toma el paso siguiente y propone seguir la conversación por Whatsapp… Todo un avance en la relación!

Fluyeron tanto las ideas y los puntos en común, que con A. decidimos vernos al final de la semana, para compartir ideas al calor de unos sexies Martinis. Para avanzar en la historia, se concertó en almuerzo extendido, en una deliciosa tarde soleada en Bogotá, que para mí es lo más cercano a la felicidad.

Maravillosa tarde, encantadora noche… hasta que uno se pone a filosofar sobre los inconvenientes y las angustias por buscar pareja después de los 35 años. En mi experiencia, como soltera “reencauchada” luego de un muy difícil matrimonio y un divorcio delicado, ha sido como estar en la montaña rusa del parque MundoAventura: uno se sube al carrito, creyendo que ya sabe cómo es el asunto; la subida es tensionante, pero cuando llega a la bajada vertiginosa, se da cuenta que nada lo había preparado para ese vacío tan inmundo.

A. describió de manera impecable ese angustiante recorrido de la soltería madura con una escena de terror (tal como montarse en una montaña rusa en Colombia):

“Es como lanzar un montón de adolescentes con vendas en los ojos en un cuarto… y muévanse… Finalmente todos se van a estrellar y a romper la nariz contra los muros y entre ellos. Después caminarán más despacio, midiendo cada paso con los brazos adelante esperando el golpe. Algunos se harán en una esquina y no se moverán; y uno que otro se encontrará de frente, de manera fortuita, y se abrazarán fuertemente tratando de no soltarse”.

Fotografía de David Teplica - Fuente: Cultura Colectiva
 La descripción es muy oscura, pero muy precisa.

Y en eso juega mucho la mediación que hacen las redes sociales como canal para encontrar a alguien; y, si le va bien, quedarse con esa persona por un tiempo (indefinido).

Soltera y soltero que se digne de serlo ya pasó por Tinder (o todavía escarba a ver qué encuentra, como un gallinazo a la carroña). Eso sí es como pasar por todos los estadios del ánimo: una autoestima desbordada por la atención; la líbido espléndida; una simpatía y donosura que no se la conocen en la casa… Como quien canta: “¿Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo?”

Así debería ser Tinder: gente real - Fuente: cívico.com


Pero en mi experiencia, Tinder es como un rito de paso que hay que cumplir para saber qué es lo que uno NO quiere en su vida.

No puedo desconocer que conocí gente realmente interesante: todos muy decentes (hasta que empiezan a acosar a las 10:00 am por fotos reveladoras); relativamente definidos en su vocación laboral, unos más claros en que querían sólo una conexión pasajera y uno que otro (rarezas para la red) buscando algo “serio”.

Yo lo digo sin tapujos: pasé por todo el rito y quemé, una a una, las etapas. Fue chévere y excitante, pero agotador. El “Sexting” exije mucho tiempo e ingenio; y repartir la agenda para verse con gente que ni siquiera es capaz de pagarle un Mocaccino en Juan Valdéz (pero, eso sí, sugiere lo agradable que sería ir a la casa de uno a pasar la noche) es un insulto a la inteligencia.

Es triste admitirlo, pero “la calle está difícil”, como reza un comentario afín a las chicas de la noche. Yo pensaba que sólo para las mujeres, que nos teníamos que dar codo a codo entre nosotras para conseguir “machuque”. Pero tal como me lo han dicho varios amigos hombres, para ellos no es muy fácil tampoco.

Por el momento, sólo logro llegar a una conclusión, que está también alimentada por lo que anotaba A.: entre más adultos nos volvemos, creemos que tenemos claro el panorama emocional; y que el intercambio psico-sexo-emocional que nos promete Tinder sólo termina por ahogar toda forma de profundidad. Y lo más triste: volvemos a ser esos adolescentes, temerosos de golpearnos nuevamente; pero que sólo tenemos la opción de quedarnos en la esquina, sin encontrarnos con nadie; o enfrentarnos al posible golpe que tenemos garantizado en la búsqueda de un nuevo amor.

martes, 23 de enero de 2018

DONDE NANCY

Dos libros de temas políticos están puestos en un mostrador. “Reelección, que el pueblo decida”*, de José Obdulio Gaviria, hoy Senador de la República de Colombia y antiguo asesor del presidente Álvaro Uribe. “Historia Viva”**, de Hillary Rodham Clinton, ex candidata a la Presidencia de Estados Unidos. Esta no es precisamente la estantería de la Librería Nacional del centro comercial Unicentro. Están puestos al lado de la olla de la bebida de masato, los pasteles de almojábanas y el salchichón cervecero que se ofrecen en la cafetería Donde Nancy, en el corazón de Corabastos, central de abastos de Bogotá.


"Historia Viva", libro de memorias de Hillary Rodham Clinton (Planeta, 2003)

Lo extraño no es, solamente, encontrar un libro en ese lugar. Es, también, descubrir a su propietaria. Doña Nancy, dueña y señora en todo el sentido de la palabra de aquel local de café, comida “y algo más”, es aficionadísima a los asuntos de coyuntura política.

“Me encanta leer libros de gente inteligente. En cualquier momentico que le saco al ‘gentío’ que tengo aquí, desde bien temprano, me pongo a leer. El de la Reelección me lo estoy leyendo porque soy hincha furibunda del presidente Uribe desde siempre; es que no hemos tenido más Presidente que él. Y el libro de Hillary es porque yo la admiro mucho: es una mujer que empezó desde muy abajo, y fue subiendo y subiendo hasta ser la persona que ahora es”.
- “Doña Nancy, me imagino que usted ha sido activista política...”
- “Nooo, m´ija. Nunca. Sí me gusta, pero de lejitos...”.

Habría que preguntarse, en efecto, qué tan lejos está Corabastos de esa dinámica política. Y es sorprendente, dado que las relaciones sociales aquí se basan en el negocio de víveres, no en el debate intelectual ni en la aproximación a las ideas políticas. Aquí se tranza y se avanza. Es claro que el poder en Corabastos lo da el manejo de plata, no la gestión pública. Doña Nancy, que llegó hace más de 35 años al lugar vendiendo empanadas, pudo arrendar un local donde pudiera poner la olla freidora –el mismo donde ahora vende RedBull y botellas de Chivas Regal a $120.000. 

Su local es el centro de reunión y tertulia de los dueños de puntos de venta de papa y fruta importada que buscan concretar los negocios y celebrar las ganancias del día: a las diez de la mañana, llegaron a Donde Nancy tres personas a pedir whisky, servidos en vasos de plástico, que se los bebieron cual aguardientes. Por cortesía, doña Nancy me ofreció un trago a mí también. Le agradecí el gesto, pero con lo caliente del lugar, preferí una botella de agua.

Donde Nancy es un buen punto para observar lo que sucede en el centro de Corabastos. Está fuera de los grandes paneles de venta de fruta y verdura, pero sigue de cerca lo hay adentro: las transacciones de dinero más grandes que puedan hacerse en un solo día, en el eje comercial de un país rural. La cafetería está al lado de los billares y tabernas que reciben a los clientes habituales, después de una intensa madrugada de labor, que es el punto de atención y pago de la lotería del día, que hoy juega cinco millones y lindos electrodomésticos.


Las gigantescas instalaciones de Corabastos, al suroccidente de Bogotá - Fuente: Periódico El Tiempo

En Corabastos parece como si las reglas del tiempo se invirtieran: se trabaja de noche y se descansa de día. Por eso, las puertas de la casa de apuestas Repoker y de los billares están abiertas desde las cinco de la mañana, hora en la que se cierra la jornada y se empiezan a abrir las primeras botellas de cerveza y aguardiente, y siguen destapándose hasta bien entrada la tarde.

A doña Nancy le dicen “la Mona” –un sobrenombre muy inusual, teniendo en cuenta que la población de Corabastos es, en su gran mayoría, de origen campesino e indígena. El contraste de un pelo artificialmente rubio con las cejas negras y unas larguísimas pestañas postizas, muestra lo que esta rubia trata de ocultar. De sus orígenes, que no son diferentes a los de las campesinas de largas trenzas, le quedan los ojos negros que le brillan cuando habla su única hija, su mayor orgullo. “Ella ya es politóloga de la Universidad Javeriana y está terminando economía en la Universidad Externado. Hizo una maestría en el Uruguay y es tan pilita ella, que hasta le propusieron trabajo en la embajada gringa”.

Mientras me cuenta los logros de su hija, gracias a su local en Corabastos, doña Nancy mira de reojo a los hombres que se tomaron el whisky de un tajo. Se nota que hay cierta tensión, por la forma en la que ella los recibe, pero no me atrevo a preguntar. El ambiente se calienta cada vez más. Finalmente, se anuncia la boleta ganadora de los cinco millones. El número 4292 ha sido el feliz afortunado, que se anuncia en el tablero colgado en Donde Nancy. Nadie dice o hace nada diferente a preguntar si su boleta ha sido la premiada esta vez.

Pero las miradas de los hombres hacen incomodar a uno de los integrantes del grupo de la rifa, un moreno altísimo que tiene puesta una ruana de campesino boyacense y que les pregunta a gritos que cuál es su problema. Los hombres se ríen de él. Doña Nancy se despide y le advierte en secreto a uno de sus dos empleados que no le vaya a dar más trago: hoy no está para aguantarse borrachos “dándose tiros” en la mitad de Corabastos. Sólo quiere leer tranquila. 


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*Editorial Planeta, 2004

**Editorial Planeta, 2003

lunes, 22 de enero de 2018

EL CÓDIGO DE SILENCIO

Aunque uno lo quiera, es difícil sustraerse a la atención -y la tensión- que ha suscitado desde hace varios meses la campaña del #MeToo -que se podría traducir como "Yo también" o "A mí también"-.

La revelación que han hecho muchas personalidades de Hollywood llegó también a otras industrias, donde las mujeres del mundo de las artes, las grandes multinacionales y hasta el deporte, han empezado a hablar. Como una reacción en cadena, desde que una habló, las demás se acomodaron en coro; y, desde ahí, ha sido uno tras otro el acusado.

En el escenario colombiano, durante la reciente semana una brillante periodista llamada Claudia Morales, escribió una columna en el diario El Espectador (el segundo de mayor circulación en el país) contando su propio infierno. "Una defensa del silencio"  narra muy a grandes rasgos el abuso sexual de "un" jefe, luego de una jornada laboral, pero dejando ver su triste testimonio. A partir de esas líneas, todo la plana mayor del periodismo colombiano saltó y empezó a buscar quiénes habían sido los superiores en las diferentes posiciones que había ocupado Morales.

La periodista Claudia Morales - Fuente: Diario El Espectador
Es natural y comprensible que, cuando uno ha sido víctima de algún tipo de violencia (que, valga decirlo, lo he sido de otras formas; pero eso será un asunto a tratar en otras líneas), uno se quiera callar. Primero, por el miedo y la rabia que obviamente siente. Luego, para encubrir al abusador, por las potenciales represalias que puede ejercer. Pero después el silencio se convierte en una excusa, porque cree que la gente no le va a creer y que será un esfuerzo inútil llamar la atención sobre un hecho del que posiblemente ya no tenga cómo probar.
Plantón organizado por el grupo "25.11.16" para rechazar el abuso hacia las mujeres, en el Parque Nacional de Bogotá - Cortesía Lina Gómez
Por eso, sentí la enorme responsabilidad conmigo, con mi entorno y con las demás mujeres a las que les pasaba lo mismo, para compartir lo que #AMíTambién me había pasado. Y también asumí el juicio moral con el que las personas -cercanas y lejanas- recogen de la versión de la historia que uno revela.

Al respecto lo que a mi me empieza a sorprender, cuando empiezan a señalarse las "vacas sagradas" de los medios de comunicación colombianos, es que la propia Claudia los empieza a negar y los descarta para no meter a nadie "en camisa de once varas", como se dice vulgarmente.

Parto de este caso, de los que se está empezando a destapar las cartas, para apuntarle a un asunto que para mi es tan grave como el propio abuso: el código de silencio.




Es respetable que se quiera guardar silencio, por alguna de las anteriores razones, o por todas, o por ninguna. Pero el dar el valiente paso para alzar la mano y decir #AMíTambién, conlleva una responsabilidad propia y ante los demás para abrirse y señalar.

Cuando yo me reconocí como víctima sistemática de violencia física, psicológica y emocional hace unos años, también pasé por esos tres estadios del silencio. Un día, sentí que debía "salir del clóset" y hablar públicamente, por dos razones: la primera, para acelerar el proceso de sanación profunda y de perdón, para el mío propio y para el abusador. Y la segunda, porque me envalentoné cuando las mujeres en Colombia empezaron a acusar penal y socialmente a sus ex parejas que las maltrataban. Ahí me di cuenta que el silencio es el que empaña el juicio y encadena a la víctima, no al victimario.

Y tuve una idea, que fluyó a partir de un momento de profunda introspección:

No somos víctimas de nuestras circunstancias. Somos víctimas de nuestro silencio. 


De esa manera, el silencio también se convierte en una desagradable zona cómoda, porque nadie quiere ser enjuiciado por lo que sufrió. Nadie se quiere exponer a una crítica, a un comentario pesado, a un chiste fuera de lugar. A, tal vez, no poder reconstruir su vida sentimental porque las potenciales parejas ya miran con desdén a esa persona que decidió hablar en algún momento sobre sus tristes circunstancias. Aquí llamo la atención sobre la importancia de poner tanto a mujeres y a hombres que han sido víctimas, porque los malheridos somos de parte y parte.

En definitiva, sobre lo que quiero llamar la atención es sobre el yugo del silencio. Encuentro que todo el revuelo sobre los abusos sexuales dan una oportunidad muy positiva para que se hable abiertamente, empiecen a fortalecerse las dinámicas de apoyo a las víctimas; a que tanto mujeres como hombres que han sido abusados de cualquier manera, sin importar el rango del abusador. Y que, más pronto que tarde, se encuentren canales de confianza para señalar penal, social y laboralmente a quienes nos han obligado a callarnos.







domingo, 21 de enero de 2018

UN DUELO QUE LADRA EN EL ALMA

Cesar Millan, el reconocido entrenador de perros norteamericano de origen mexicano y celebridad de la televisión por cable, escribía hace unos meses acerca de los sentimientos de dolor que embargan a los dueños de los perros cuando éstos fallecen.

Cesar Millan y su manada - Fuente: Modern Dog Magazine

El entrenador anotaba que casi no existe diferencia en la magnitud del duelo que una persona puede sentir al perder a un ser humano querido, que cuando se va su hijo peludo en cualquier circunstancia.

Aquí quiero explicarle algo a quienes no tienen perros lo que ningún dueño de un perro va a contradecir: si bien somos de especies diferentes, somos las madres y los padres de esos hijos que no nos dio la biología. Y no pongo hijo entre comillas, porque si bien no parimos a ese ser de cuatro patas; ni tampoco tenemos camadas numerosas, nuestro perro tiene la misma connotación emocional que un descendiente humano.

Yo, en particular, soy una orgullosa madre adoptiva de una Beagle de cuatro años: Lulú Esperanza, que para mi tiene estatus de hija (so pena de no contar con el beneplácito de mi familia con respecto a esta afinidad). El primer nombre, Lulú, ya venía con ella; el Esperanza, se lo puso mi madre en la época cuando la adopté, cuando se estaba firmando del Proceso de Paz en Colombia. Así que Lulú representa la esperanza de una nueva vida y de un volver a comenzar. 

Lulú Esperanza, la Reina de la Casa

La historia de Lulú
no deja de angustiarme, pues a ella la explotaban para tener crías una y otra vez, para ser vendidos por muy poca plata. Cuando sus criadores le sacaron todas las crías posibles, la botaron a la calle (literalmente) a ella y a Fito, el otro Beagle con el que la cruzaban. Los dos perros sufrieron todas las penas, las inclemencias del tiempo, se acostumbraron a comer basura y a pelearse a muerte con otros perros de calle por los restos que quedaban en el piso.

Y, de una manera extraordinaria, la Fundación Milagrinos los encontró y los acogió en su refugio. Lulú vivió allí durante muchos meses, y fue una de las perritas más queridas por sus padrinos. Y fue, varias veces, a las jornadas de adopción que la Fundación hacía cada fin de semana para buscarles a sus perros criollos una casa limpia, segura, caliente y con amor.

Lulú en las instalaciones de la Fundación Milagrinos

Pero la historia de Lulú en realidad parte de un capítulo anterior. Y es aquí donde empieza a ladrar el alma.

Antes de llegar a Lulú, yo ya había sido madreDe un Pug muy fino y gracioso al que bautizamos Bugalú. 

Bugalú llegó por caprichos míos: con el esposo chileno de la época (a quien no vale la pena resaltar en esta historia) intentamos tener hijos. Al no lograrlo, exigí comprar un cachorro con pedigrí papeles del Kennel Club y con microchip para hacerlo invulnerable a los robos de perros finos que había en Santiago de Chile cuando yo residí allí por un par de años. El nombre, bien peculiar y difícil de pronunciar para algunos, fue por imposición del padre que quería darle un toque caribeño y musical a su descendencia perruna.

El dicharachero Bugalú

Es así como Bugalú se convirtió en mi hijo. En el primer hijode cualquier especie- que yo tenía en mi vida. Como era obvio, lo cuidaba como un bebé, no me desprendía de él y organizaba todos mis horarios para que yo pudiera permanecer el mayor tiempo posible a su lado. Prácticamente me faltaba amamantarlo. En eso también ayudaba a que yo era, prácticamente, una desperate housewife* extranjera, casada con un acomodado abogado, por lo que en realidad mi mundo giraba alrededor del bienestar de Bugalú

Al dañarse el matrimonio a principios de 2016, y al decidir que regresaba a mi país de origen después de seis años en el exterior, el ya ex marido y yo entramos en el debate sobre qué debíamos dividir. Los asuntos económicos y patrimoniales estaban resueltos desde el inicio del vínculo legal, así que nadie le debía un peso a nadie. Tampoco teníamos hijos a los que tuviéramos que decidir el futuro ni organizar custodias. Pero el único que fue el objeto en disputa fue el perro.

Yo, como mujer aguerrida que me considero y mamá perruna que se entregó en su totalidad al cuidado y cariño de Bugalú, argumenté que él estaría mejor conmigo en Colombia que con su ausente padre trabajador, que sólo lo consentía mientras veía las noticias después de comer; pero quien luego lo dejaba en la terraza en la fría noche.

El perro, que captaba toda la tensión flotante, empezó a enfermarse. Mal, muy mal. Cada vez peor. Y obviamente yo hice todo lo que toda madre hace por sus hijos: dedicarse en cuerpo y alma por el cuerpo y alma del can. Porque era imperativo que yo me lo llevara, e hiciéramos los dos una nueva vida sin ese padre, al que ya ninguno de los dos quería ni necesitaba.

Pero llegó uno de los momentos más amargos de mi vida; que, cuando a veces lo recuerdo sin querer, me arruga el corazón, me hace el literal nudo en la garganta y me cambia el semblante.

Faltaban tres días para que me fuera de Chile. Ya tenía seis maletas listas, todas a reventar, porque estaba regresando a la vida que había dejado por muchos años. Y el perro no se curaba con nada; no escatimábamos en los precios de los medicamentos para su afección respiratoriamuy usual en los Pugs, por ser brancocefálicos-. Y entramos a la más aguda discusión sobre el porvenir de Bugalú, y yo lloraba y pataleaba como una niña de cuatro años, rogando para quedarme unos días más y darle tiempo al tratamiento. No lo logré. Perdí la batalla, perdí la cordura y dejé toda la fuerza que tenía, porque había perdido a mi perro. A mi hijo.

En la madrugada en la que salía de Santiago a Bogotá, lo desperté como siempre y le dejé tres de sus snacks favoritos que se comía debajo del comedor. Como son los perros, absolutamente perceptivos, solo se quedó mirándome muy fijo mientras se comía su galleta. Y esa fue la última mirada que tuve de él. Cada vez que recuerdo esto, se me vuelve a anudar la garganta y se mojan los ojos.

Al llegar a Bogotá, ya en el proceso de readaptación, se hizo imperativo acudir a ayuda profesional. Podría ser obvio que el tema marido era lo primero. Pero fui descubriendo que el dolor más profundo no estaba en el fracaso del matrimonio, sino en la pérdida del perro amado. Es tan asíy lo digo fuera de chiste- que creo haber llorado más por Bugalú, que por el marido. (La gente se ríe con el comentario, pero lo puede entender).

El día que finalmente le empecé el duelo a Bugalú fue luego de una conversación, en donde el padre del perro me aclaró en todos los tonos que iba a ser imposible que yo volviera a tener al perro, pueses chileno y se queda en Chile”. Ahí, a partir de esas palabras, en mi mente vi a Bugalú como su última vez bajo el comedor, y leeché tierra”. : como a los cajones que bajan, a los que les van agregando tierra, para su descanso subterráneo. Al Bugalito lo enterré y, fue ahí mismo, que me sané para atraer a mi nueva hija perruna.

Con la mente clara y el corazón emocionado, encontré a la pequeña Lulú en el catálogo que la Fundación Milagrinos hace con el perfil de cada perro. En el de ella anotaban que era tranquila y muy cariñosa con las personas. Yo tenía mis reparos frente a la raza, pues los Beagles son muy enérgicos, dañinos y necesitan espacios grandes. Pero esta era una niña grande, de tres años, los ojos delineados en negro como por lápiz Kohl; que lo primero que hace al ver a las personas que le simpatizan es echarse boca arriba para que le rasquen la barriga. Un encanto que le roba besos lengüeteados a todas las visitas que pasan por la casa.

A pesar de compartir mi vida con Lulú y ser absolutamente feliz con ella al lado, hoy escribo a la memoria de Bugalú porque sigue representando una pérdida muy dolorosa en mi vida. Es, en realidad, la cicatriz más profunda que me dejó el divorcio; y creo que, tal como Cesar Millan habla sobre la conexión entre los duelos entre humanos y perros, me pesa tanto como haber dejado un hijo al que no pude defender y proteger.

Finalmente quisiera pensar que, donde quiera que vaya a llegar mi alma luego de dejar este tierrero, me encontraré con Bugalú debajo de un comedor comiéndose feliz sus snacks, tal como lo dejé cuando me fui.

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 *La denominación como Desperate Housewife hace referencia a una serie cómica estadounidense que retrataba las historias paralelas de varias mujeres residentes en un suburbio rico. 









TRAMITOMANÍA PANDÉMICA

En su libro de ensayo, “Pa que se acabe la vaina” (Planeta, 2021), William Ospina hace un retrato fiel y, a la vez, un tanto agobiante del E...