La selva de concreto nunca fue tan real: la toma del Yajé en Bogotá ha trasladado las prácticas rituales de las comunidades indígenas, para convertirse en un divertimento de occidentales que buscan nuevas experiencias sensoriales sin tener que ir más lejos que el centro de la ciudad.
No sé si las piernas me tiemblan del frío o del susto: en la puerta del ascensor dejo la poca capacidad de racionalizarlo todo, incluso el motivo por el que vengo a este lugar. El corazón me late a mil. He llegado a un apartamento en la Candelaria a una toma de Yajé. No dejo de pensar en las palabras de mi amigo Benjamín, tratando de persuadirme. “La toma del Yajé es un rito que no debe ser sacado de contexto, la idea es estar en medio de la naturaleza”.
No estoy en las selvas del Putumayo. La única naturaleza cercana son los cerros al oriente de Bogotá cubiertos por la espesa niebla. “Por eso, no tiene sentido que tomes en la ciudad: nunca vas a sentir lo mismo, nunca vas a ver lo mismo. Mejor, vete de viaje”. Imposible, por ahora. Aquí estoy y, si no entro en pánico, aquí me quedo.
Desde que acepté la invitación he estado tratando de prepararme psicológica y físicamente para la toma. No he conocido nada similar. He tenido experiencias ocasionales con la marihuana, pero nada del otro mundo. Pero esto sí promete llevarme a “una vuelta por el universo”, como cantaba Gustavo Cerati.
Llevo dos días sin comer carne y tomando mucha agua, para que me “coja bonito”, como me lo recomendó Miguel, quien será mi anfitrión en la toma. Pero nada me lo garantiza: ¿qué tal que tenga tanta basura por dentro, que esto sea un estrellón contra el mundo?
Dos días antes había conocido a Miguel, productor de cine y televisión, quien lleva dos años y medio en el cuento. Me invitó a tomar Yajé a su apartamento el domingo en la noche, aprovechando la presencia de un Taita del Putumayo en Bogotá. “¡Qué bueno que vino! Yo pensé que se iba a correr. ¿Cómo está? ¿Muy asustada? Fresca, que de aquí no sale igual”.
Me imagino que la mezcla entre el frío y la cara de ponqué para disimular la incertidumbre de lo que se iba a venir esa noche mostraba lo inocultable: mi ansiedad por entrar al mundo urbano del Yajé, bebida que se toma entre las comunidades indígenas del Putumayo, el Vaupés y el Caquetá, y en otros países como Ecuador y Bolivia. Extraído de un bejuco, generalmente es consumido en rituales en donde son conocidos los efectos purgantes y alucinógenos, producto del contenido alcaloide de la planta.
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Sentada en la sala de paredes naranja, me pregunto por las razones que tienen algunos para meterse en esto de lleno: ¿Descubrir nuevas experiencias alucinógenas? ¿Tener una rumba diferente? ¿Encontrar ese Yo perdido?
Tal vez, todas las anteriores. La toma urbana del Yajé muestra la manera en la que Occidente busca en otras partes lo único de lo cual no ha podido autoabastecerse: de paz interior y autoconocimiento. Tengo curiosidad de comprobar si en realidad es una exploración personal a través de nuevas experiencias alucinógenas en la ciudad o un negocio donde se refleja la malicia indígena y la torpeza del blanco.
La torpeza del blanco se toma la malicia indígena
Jorge Morales, profesor de antropología de la Universidad de los Andes, considera que este auge en la toma de Yajé se produce por un aislamiento del contexto tradicional de la cultura indígena, por el paso de la selva a la ciudad. “También hay una redefinición de ese contexto indígena, que se manifiesta a través de varias experiencias: la gente que viene a ejercer como curadores a la ciudad, pero que no tiene tradición indígena, totalmente ignorante de la cosmología”.
El antropólogo observa que las personas que toman Yajé como una experiencia individual o colectiva, guiados por un chamán, lo hacen en el contexto de una fiesta o en un fin de semana en una finca. “Le dan tanta seriedad como si fueran a fumar marihuana”, como lo califica.
Ese paso de la selva a la ciudad no es nuevo. El profesor Morales encuentra que existe un contacto entre la medicina tradicional y la ciudad desde hace mucho tiempo, y que el indígena ya está bien adaptado a lo occidental. “Están en una economía de consumo: cobran por sus servicios, compran las hojas de Boldo a crédito a los almacenes de químicos en San Victorino, que son las que utilizan en el rito del Yajé”.
Y no sólo eso: también ofrecen sus servicios de protección de los blancos para los viajes, pues la clientela urbana va convencida del poder de sanación, porque tiene fe en que los conocimientos aprendidos son muy antiguos –lo cual es cierto– y que esto los va ayudar.
El historiador Fabio Zambrano me lo explicó en otros términos: “si la gente cree en algo, ese algo existe. Si no, no existe. Sin rito, no hay credibilidad; y quien maneja el rito, tiene el poder”. Como investigador de temas urbanos, Zambrano explica que, a partir de la toma de Yajé, la ciudad desaparece en singular y aparece en plural: hay una multiplicidad de culturas y de opciones para escoger; no hay una visión única del mundo. Y, en esa medida, no hay que lamentar la entrada de las tradiciones indígenas a la ciudad.
Salvo cuando se abusa de estos rituales. “Desde hace unos nueve o diez años, el tema ha cogido mucha fuerza y se volvió ‘in’, sobretodo por la proliferación de chamanes y de comunidades cristianas, que lo han adoptado como rito”, dice el toxicólogo Camilo Uribe, director de la clínica Uribe Cualla. “No ha habido gran cantidad de pacientes intoxicados con Yajé; pero los que han llegado, han sido muy graves”.
El doctor Uribe recuerda casos como los de un médico anestesiólogo que le dio a tomar a toda su familia y perdió a sus dos hijos de seis y ocho años, así como la altísima frecuencia con que lo hacían los funcionarios del “kinder” de Gaviria, que se reunían para las tomas en lugares tan inusitados como los tradicionales Gun Club o El Jockey.
“El uso tradicional es muy respetable; incluso, en la reforma a la Ley 100 se busca proteger la medicina indígena. Pero traspasar esto a las ciudades, sin ningún control, es muy complicado. Es un traslado de culturas que no tiene razón de ser”, concluye el doctor Uribe.
En la sala de espera
Al igual que otras sustancias psicotrópicas de origen vegetal, como el peyote de las comunidades del norte de México, el Yajé es consumido en las celebraciones de complejos y ritualizados cultos, que son guiados siempre por el chamán, el líder de la comunidad y el guía de la sesión. El Taita es quien administra el Yajé y dirige el curso de la toma, mas no de lo que el iniciado va a ver en la “pinta”, o visiones producidas por el alucinógeno.
Mi compañero de oficina Carlos Chindoy, un indígena Cametzá del sur del Putumayo, fue quien me explicó la función del Taita como guía espiritual, médico tradicional y orientador. “Taita es un nombre genérico. Nosotros lo llamamos el Thasmüa, que es el que sabe qué capacidad tiene cada persona y qué remedios hay que darle. Ahí el Yajé es muy importante, porque le da la capacidad y el conocimiento para curar una enfermedad”.
El Yajé también le demuestra a quién lo consume qué errores está cometiendo. En la experiencia de mi anfitrión Miguel, la bebida le puede dar una “juetera” espantosa, como califica un mal viaje, pero también le puede dar regalos. “Te muestra cosas que tú ni sabías que existían. Como dice Leono, el de los dibujos animados de los Thundercats, esto es para ver más allá de lo evidente”.
Esta, tal vez, sea la razón por la cual el consumo de Yajé no se ha masificado: a algunos no les gusta ver lo malito que tienen, o que son. El purgatorio que encuentra el que lo tome puede ser tan profundo como grandes sus problemas a resolver.
Una hora después de mi llegada al apartamento de Miguel, llega el Taita. Tratando de recrear su cara aún sin conocerlo, me lo imagino como el “Pielroja” de las cajetillas de cigarrillos. No lo es exactamente, pero parecido. Es un hombre altísimo al que le sobresalen las facciones indígenas: piel cobriza, pelo negro, nariz aguileña. No luce collares de dientes de animales y corona de plumas. Está vestido con una camisa verde pistacho en algodón cien por ciento, chaqueta de pana y zapatos de cuero, que me sonríe ampliamente y me da la bienvenida a lo desconocido.
Minutos después de su llegada, el Taita empieza a arreglarse para la ceremonia y a preparar todos lo implementos, guardados en cajas de cartón. Miro todo con tanta atención, que el Taita se empieza a incomodar con mi impaciente silencio. De la caja saca un tarro de plástico, con un líquido oscuro con menos de una cuarta parte. “Este es”, me lo anuncia. “Nunca se toma más que un poquito. Este Yajé no es tan bravo como otros”.
Hay muchas clases de Yajé según el origen geográfico de la planta de donde se extrae, la Ayahuasca, y de la forma en que lo haga cada uno de los Taitas. Cada uno tiene su propia forma de prepararlo, según la potencia de la planta y de la intención con la que se haga la toma. Incluso, Miguel me cuenta que si un Taita quiere perjudicar a alguien, le da un Yajé malo para que tenga un mal viaje.
Sólo para tener referencias, busqué la opinión de amigos y conocidos. Me gustó la explicación de Carlos, mi compañero de la oficina, por tener verdadero conocimiento de causa. “Uno de los efectos es viajar astralmente. En el viaje, uno puede conocer el presente, el futuro y mirar el pasado; es como hacer una regresión de su vida. El Taita es el que la va a ayudar a mirar eso: puede ayudarle a curarse física y espiritualmente”.
No alcancé a entender su explicación del todo; necesitaba la opinión de Occidente. De los pocos que me dieron una respuesta, bastante contundente por cierto, fue mi amigo Álvaro. “Las dos veces que he tomado Yajé en la vida, han sido en las que me he sentido más ligero y más estafado. Esa es la propia venganza del indígena sobre el hombre blanco”. No pregunté más y preferí esperar a tener mis propias impresiones.
El decolaje
Ya está todo puesto en la mesa de la sala anaranjada. No dejo de sentir nervios, a pesar de la conversación amena que tenemos antes de la toma. Me alegro de haberle dicho a mis papás que me quedaba a dormir en la casa de una amiga. Ahora sí, todo lo que puede controlarse está bajo control.
Antes de empezar la toma nos encomendamos a Dios. El Taita le pide a Miguel que haga la oración: le da las gracias a Dios por nuestra presencia en su casa y le pide para que mi primera vez sea un buen acercamiento a Él y a mi misma. Yo trato de sonreír como gesto de aceptación, pero no dejo de pensar si al que le estamos hablando es al Dios que recibí en mi primera comunión o si será uno diferente, una adaptación libre y espontánea del que yo conozco.
Días después, el profesor Morales me lo explicaría: “desde el siglo XVI, las comunidades que viven en el valle del Sibundoy han estado en contacto con los misioneros. Esto hizo que los indígenas adoptaran los santos cristianos a sus propias interpretaciones y los involucraran a su sistema tradicional”. Al parecer, en las tomas el Taita se comunica con los santos indígenas y es, además, capaz de ver a los espíritus del Yajé, representados en el jaguar y la anaconda.
El Taita nos llama uno a uno para que tomemos de la totuma llena de Yajé. Tal como me lo indica, me arrodillo en el piso sin saber muy bien el protocolo a seguir. ¿Me doy la bendición? ¿Me arrepiento y salgo corriendo? Finalmente, escojo la primera opción: para escribir sobre el Yajé hay que tomar Yajé. Esa es la forma en la que se negocia con el Taita y, si cumplo con mi parte del trato, me deja escribir sobre lo que allí ocurra.
Siento todo el sabor de la selva en mi boca: a raíces profundas; a árboles gigantes; a tierra húmeda; a ríos; a bejuco. ¡Qué amargo! Mientras el líquido me quema la garganta, me siento en el sofá a esperar.
Trato de no quedarme dormida, porque no quiero que la “pinta” me coja desprevenida. El Taita empieza a tocar la dulzaina; me concentro en la melodía y me doy cuenta que estoy entrando. Ya no hay vuelta atrás. Pero verifico que mi parte racional no me abandone del todo; pienso que tengo que estar tranquila: nada de “friquiarme” si veo algo raro. Sé que estoy entrando a un estado alterado de conciencia. No me estreso, no me enlaguno.
Ya con los residuos de la razón, recuerdo las palabras del doctor Camilo Uribe: todo en el siglo XXI tiene una explicación racional, incluso los efectos del Yajé. “Por la presencia del alcaloide se producen una serie de alucinaciones, que se manifiestan en las funciones visuales, auditivas y sensibles. Además, se producen ilusiones que surgen del subconsciente y muestran lo que uno desea ver”.
La idea vuelve una y otra vez: por la presencia del alcaloide se produce una serie de...
Cierro los ojos y, como Alicia en el país de las maravillas, veo cómo voy cayendo por un túnel de paredes doradas. Las imágenes, como las de un calidoscopio, son complejas figuras geométricas de colores tan intensos como nunca antes los he visto. Llego a un circo de techo gigante, inmenso, sin fin. Las columnas que sostienen la carpa están formadas por personas sonrientes, que están subidas unas encima de otras. Me doy cuenta: esta es la Conciencia Universal y yo hago parte de ella.
Afuera, en plena avenida Jiménez, el cimbronazo de un fuerte rayo nos saca por un momento del trance. El Yajé no aísla los sentidos; al contrario; se agudizan de tal manera, que durante la madrugada oigo cómo cae la lluvia, la gritería de los indigentes y los perros que les ladran. Ese es mi contacto con el mundo exterior.
Es muy probable que mi cuerpo atraviese todos los procesos que me describió el doctor Uribe: cuando el Yajé se ingiere, tiene efectos sobre el aparato digestivo, lo que produce la conocida limpieza, que afortunadamente en ningún momento de la noche se me manifiesta.
El principio activo ya se ha absorbido y ha llegado al torrente sanguíneo, para pasar al sistema nervioso central. Mientras en el cerebro se va reduciendo la capacidad de las conexiones cerebrales, la frecuencia cardiaca se aumenta a 120 o 140 pulsaciones por minuto. El hígado, por su parte, se altera desde la primera vez que el Yajé es consumido; por eso, en la medida en que la esencia de la bebida toque los tejidos del corazón y del hígado, puede producirse fallas irreversibles.
El Yajé es supremamente intenso. Siento como si una mano poderosa tomara mi cabeza y la hiciera girar. El pensamiento también revolotea. Mi cabeza se inclina ante algo que sé que es muy poderoso, algo que no puedo ver ni racionalizar. Pero se me revela. “El poder del Yajé no puede explicarse. Esto no es un asunto de ocasión. Esto es muy antiguo, y le debo mi respeto y sumisión”.
El Taita me llama desde lejos y me dice que me siente derecha. Abro los ojos y obedezco. Con el manojo de las hojas del boldo, va diciendo algo que no entiendo. Tal vez por la borrachera que todavía tengo, empiezo a moverme de un lado a otro, como si estuviera en un barco. De pronto, las inclinaciones de un lado a otro se hacen más fuertes: la tierra está temblando. A pesar de estar todavía bajo la influencia del Yajé, pienso que debo tener miedo.
El aterrizaje, sin emergencias
Ya pasados los efectos iniciales, me duermo. Las visiones no son diferentes a las que tuve en la “pinta”. Tal como me lo dijo Carlos: “cuando uno sueña, tiene un viaje astral. Es lo mismo que pasa con el Yajé, pero aquí lo haces conscientemente”.
Ya de día, me despierto un poco aturdida, como si hubiera tenido el sueño más largo y complejo. Me doy cuenta que estoy en medio de un dilema: ¿cómo contar lo visto? ¿Cómo explicármelo a mi misma? Y, ante todo, ¿cómo declarar que lo vivido ha sido tan poderoso, que no vale ser escéptico?
El Yajé, sin duda, me dejó mucho más que una “pinta”. Me abrió los ojos a una Bogotá como una selva, más allá de la de concreto y ladrillo. Y me mostró que el universo más grande está por dentro. No hay que viajar más allá.
*Texto original escrito en abril de 2005.
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