Hace unos meses caminaba por la calle con mi sobrina Elisa, que tiene ocho años. Hablando sobre su colegio y las materias que más le gustaban, yo le declaraba mi admiración por su especial talento creativo y su sensibilidad hacia el arte. Ella me respondió que, en efecto, lo que más le gustaba hacer era pintar, pero que también tenía muchos más intereses que quería explorar en su adultez:
- "¿Te digo algo, tía Pili? Yo no quiero tener hijos".
Tratando de disimular mi absoluta sorpresa por tremenda frase dicha por una niña de esa edad, incentivé a que me contara las precoces razones de su determinación.
- "Es que yo quiero tener siete trabajos. Mira, quiero ser astronauta, presidenta, artista, escritora... y otras cosas que no me acuerdo. Pero no me dejaría tiempo para tener hijos y cuidarlos".
Me dejó absolutamente consternada. Sólo atiné a decirle que esa era una decisión que aún no tenía que tomar y que todavía faltaba mucho tiempo para que eso pasara. Pero sí me aseguré en reforzar una idea fundamental para la autoestima: ella va a poder ser lo que ella quiera ser. Sin limitaciones, sin prejuicios, sin que nadie le limite lo que ella quiera para sí misma. Porque tiene un inmenso talento para todo.
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Cuando yo tenía la edad de Elisa, esa idea no estaba presente en mi familia. Y entre las niñas y jóvenes de la generación a la que pertenezco, aún no era popular el pensamiento que bajo nuestra propia decisión podríamos convertirnos en el modelo de mujer que queríamos ser, sin restricciones de ningún tipo. No por lo menos en las condiciones sociales, económicas y culturales que hoy persisten.
Por eso, cuando oí la determinación de mi sobrina, tuve una mezcla de admiración y envidia. A mi nunca me dijeron que podía ser lo que yo quisiera. Ni que podía contemplar los sueños más ambiciosos, porque la insensatez no tenía cabida.
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A las mujeres se nos ha recalcado con los años, de manera explícita o implícita, que tenemos limitaciones reales. Que la competencia con el mundo masculino siempre va a la pérdida. Que los esfuerzos intelectuales, personales y laborales nunca tendrán el verdadero reconocimiento que se merecen. Y que la misma lucha con nuestras propias pares son un juego de "codazos", quién pasa por encima de quién, y de tener que asumir unos malogrados mecanismos para ascender en la vida. Sea vertical u horizontalmente hablando (if you know what I mean).
Que hemos accedido a lugares tradicionalmente masculinos, cómo no, y de maneras espectaculares. Que hemos abierto puertas antes cerradas, por supuesto. Que vamos abriendo caminos que no se habían transitado antes por mujeres, sin duda alguna. Los ejemplos abundan y nos causan absoluta admiración.
Pero a pesar de eso, cuando se ha descubierto que la brecha de género se demorará en cerrarse 99,5 años, y que la paridad de género en salario, trabajo, salud, seguridad social y educación se tomará casi un siglo en resolverse, es algo que tal vez sólo las niñas que sucederán a mi sobrina Elisa alcanzarán a ver por completo.
Ser mujer es un trabajo de tiempo completo
Yo he vivido en carne propia lo que es la diferencia de salarios, y creo que la mayoría de mujeres en mi entorno también. He tenido compañeros con exactamente las mismas responsabilidades, cargas, trayectoria y tiempo invertido a los que se les ha pagado sustancialmente mejor que a mi.
He conocido casos cercanos de quienes han sido despedidas sin justa causa por estar embarazadas, mientras a sus colegas masculinos se les ha ascendido.
A muchas nos han descartado de oportunidades laborales porque en los ambientes a los cuales nos presentamos con excelentes credenciales ya hay "demasiadas" mujeres y prefieren un hombre para "equilibrar" tantas hormonas (esto es cierto: se lo oí decir a una antigua jefa mía cuando estaban seleccionando nuevo personal para la agencia de comunicaciones en la que trabajé hace unos años).
O porque, eventualmente, en las oficinas de recursos humanos de las empresas detectan en nuestro registro laboral un proyecto "alterno" para crear una familia, lo cual representa muchos números para el empleador en términos de salud, licencias de maternidad, imposibilidad de removernos de nuestro sitio de trabajo a su discrecionalidad y otros "inconvenientes".
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En el contexto de la pandemia del Covid-19 y sus múltiples consecuencias, hay un nuevo/viejo elemento: el del trabajo en casa. Al estar 100% del tiempo encerrados, sin ayuda doméstica (si se tiene la opción de tenerla), el cuidado del hogar y de la familia se convirtió en una carga casi por completa para la mujer.
Tradicionalmente, hemos sido las mujeres las que hemos sido enseñadas a limpiar, cuidar y mantener el entorno, pero no lo teníamos que hacer de manera permanente y casi de forma exclusiva.
Ahora, a la mujer se le ha recargado estas funciones, más la supervisión de los hijos y sus dinámicas escolares en la virtualidad. Hay que decirlo como es: son excepcionales los ejemplos de los hombres que han aprendido y asumido como propias las tareas de la casa. Pero por machismo, por pereza y por desinterés, han asumido que esas funciones son enteramente femeninas.
Aquí surge nuevamente un concepto que no ha sido tan difundido, el de la economía del cuidado. Es el concepto de retribuir lo que por muchos años la mujer ha hecho, y que en términos económicos representa un valor real, como el de cualquier trabajo que requiera esfuerzo intelectual. Y que, en ese sentido, debería ser remunerado según el tiempo invertido. (Cómo será de importante, que el Departamento Nacional de Estadísticas -Dane- de Colombia, y la ONG Oxfam International crearon un simulador del trabajo doméstico, donde se puede medir el aporte y el tiempo invertido al trabajo del hogar).
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Otro de los elementos más graves de la pandemia es el empobrecimiento real de las mujeres. Muchas de las que tenían un trabajo fueron despedidas, o por las condiciones familiares debieron renunciar.
Dejaron de tener un salario, prestaciones sociales, una autonomía financiera que se habían ganado con esfuerzo. Han tenido que iniciar emprendimientos con sus propios saberes, retomando sus habilidades gastronómicas y de autogestión.
Pero ellas no se educaron para hacer eso, de forma permanente y como única actividad económica. Todas tienen carreras universitarias, estudios de posgrado, trayectorias en donde han sido exitosas y relevantes para sus campos profesionales. Y si bien no se amilanan ante lo que ahora tienen que hacer para hacerle frente a las dificultades de la pandemia, lo sienten como un duro retroceso en su progreso.
El cristal que se rompe
Pero esto no es lo más delicado que está dejando la pandemia.
La obligación de la convivencia permanente y de situación de completo encierro de las familias, ha detonado una gravísima expansión de los casos de violencias en el hogar.
Entre marzo y septiembre de 2020, se registraron cerca de 15.000 denuncias desde que se decretó la cuarentena nacional obligatoria en Colombia. 107 feminicidios. 25.000 víctimas de abuso sexual. Y los perpetradores conviven con esas mujeres. Ellas prácticamente duermen con el enemigo.
El riesgo es real, tangible. Para su integridad física y su equilibrio mental. Una afectación a sus hijos. Y eso no tiene condición social ni económica exclusiva. No sólo ocurre en las clases bajas, porque en las medias y altas también son circunstancias que existen, pero que se callan en la privacidad del encierro.
El cristal que se rompe es la fragilidad de las mujeres que, en la intimidad de su hogar, corren tantos peligros como cuando están en la calle. Es lo que se quiebra cada vez que una niña, una adolescente o una adulta es violentada verbal, física, moral, psicológica o económicamente. O todas las anteriores, al mismo tiempo.
La Alcaldía Mayor de Bogotá activó una línea, la 155, para que de manera gratuita las mujeres puedan pedir auxilio inmediato de las autoridades. Pero puede ser inoperante, pues si a ellas les limitan el uso del celular o, como siempre pasa, sus agresores se les revisan, no hay llamada que sirva.
Pero con la intención firme de darles una verdadera protección a las mujeres en situación de vulnerabilidad, la Secretaría de la Mujer activó una interesante campaña en la que se alió con farmacias y supermercados para que, cuando ellas vayan a hacer las compras puedan dar una clave a los encargados de los almacenes para que así se active el proceso de protección y denuncia, en el caso que sea víctima de violencias.
Sin embargo, aún no se sabe a cuántas mujeres ha podido apoyar esta campaña ni si ha sido realmente eficiente y efectiva a la hora de frenar este problema.
El futuro, relegado (por ahora)
Dentro de todo esto, las más vulnerables en la cadena social son las niñas. Además de ser la "presa más fácil" de abusadores y perpetradores de violencias en su casa y en su entorno más cercano, son las que van a estar más relegadas en su avance educativo y sus posibilidades de formarse como profesionales.
Muchas de ellas son obligadas a la ayuda doméstica, al cuidado de sus hermanos menores, a trabajos forzados y lo más aterrador, a embarazos tempranos no deseados, muchas veces producto de abusos sexuales.
Por supuesto, los niños también corren con riesgos latentes en su casa. También son obligados a trabajar antes de cumplir la mayoría de edad. Pero está claro que sus pares femeninos tienen que asumir unos roles inadecuados, injustos y extemporáneos para su edad y sus condiciones.
En este difícil panorama, el viejo e inútil debate de la lucha de géneros no contribuye a encontrar una solución, por lo que sí debe prestarse atención sobre la manera en la que las niñas pueden estar atrasándose nuevamente en lo que ya se creía ganado: su formación académica, en la elección de una vocación acorde a sus habilidades, a encontrar un proyecto de vida aparte de ser madres y estar dedicadas únicamente al hogar.
Mensajes como la autonomía femenina, el bien expandido concepto del empoderamiento (por no decir utilizado hasta el cansancio), la determinación propia y la elección personal que las niñas deberían tener como un derecho propio, deben difundirse a través de acciones muy concretas y certeras para ellas.
Mi sobrina Elisa tiene el privilegio de decir, a sus ocho años, que tiene varias opciones para elegir su camino personal y profesional. Puede que, a la larga, se dé cuenta que muchos de sus proyectos eran unas lindas fantasías, mientras se da cuenta que sus habilidades la llevarán a hacer otras cosas más factibles que ella igual tendrá la fortuna de escoger.
Sí: las mujeres podemos hacer lo que queramos. Ser lo que nos propongamos, así no nos hayan incentivado en nuestra propia infancia a pensarlo así.
Pero hay otras niñas y mujeres que no tienen muchas opciones para escoger. Tal vez ninguna, o muy reducidas. Aparentemente.
Para ellas es que deben volcarse las estrategias del Estado, del sector privado y la sociedad en todo su conjunto, para que esa brecha de género que ahora nos falta 99,5 años en superar se acorte al mínimo.
El verdadero desafío que tenemos es que todas las mujeres, las que están en ciernes y las adultas, puedan soñar con las opciones y posibilidades. Y que las puedan llevar a la realidad. Que esa sea su verdadera prerrogativa.