jueves, 22 de febrero de 2018

LISTA PARA DAR EL SI... (CINCO AÑOS DESPUÉS)

Durante todo el día de hoy, tuve el permanente debate mental de si debía escribir esta columna. Pero como a mi me cuesta muchísimo guardarme las palabras y los sentimientos, pues qué mejor que escribir sobre ellos.

Hoy estaría cumpliendo cinco años de casada.

De manera amable pero poco prudente, Facebook me lo ha venido recordando en los últimos días, mientras revisa los comentarios, fotos y augurios de quienes nos acompañaban en la ilusión. Hasta que me muestra esta mañana lo que alguna vez pronuncié en redes sociales y que sería mi promesa de vida (hasta hace cinco años):



Puedo decir con orgullo que era una novia preciosa. Mis parientes decían que parecía Grace Kelly (la princesa de Mónaco, no tanto la actriz de Hollywood). Como la celebración fue en el Caribe colombiano, llegué en yate acompañada de mi papá; y me bajé temblando más por el susto de resbalarme de la embarcación, que de la decisión de casarme con ese apuesto y brillante príncipe extranjero.

Sin duda alguna, esta fecha siempre será muy significativa para mi. Honro este día porque, a partir de esa boda tengo cierta certeza sobre lo qué es un matrimonio, pero también qué no lo es.

En mis votos, yo hice una promesa: que a dónde fuera mi esposo, yo iría con él. Lo dije en español y en mandarín: al norte (bei), al sur (nan), al este (dong) y al oeste (xi), para que quedara claro que yo estaba jugada en el todo por el todo en este vínculo. Y también confié en que la premisa "hasta que la muerte los separe" fuera efectiva.

De las dos consignas, la primera sí fue verdad. Cumplí a cabalidad mi mandato personal y acompañé a mi marido hasta donde él quiso llevarme. La segunda... bueno, aquí estamos escribiendo estas líneas. Por fortuna, el amor no me mató, aunque sí llegó a herirme (literal y metafóricamente).

*****

Es posible que a partir de la historia vivida, uno quede algo (o bastante) maltrecho de lo que le dejó el matrimonio. Y es normal y esperable que eso sea así. Al fin y al cabo, es una derrota personal y familiar; un duelo que lo marca a uno para toda la vida. Ojalá así sea: que no se le olvide nunca por lo que pasó, para dar un mejor paso en el futuro.

Con esto no quiero darle razones a los escurridizos solteros y solteras para que sigan en un estado de tibia indecisión. Es más: uno no se tiene que casar por un rito y hacer una fiesta majestuosa como la que mis papás me pagaron en el Caribe. Como dice mi mamá: una cosa son las bodas y otra cosa son los matrimonios. Una boda es un sólo día y el matrimonio dura hasta que la paciencia alcance.

Al margen de bodas o matrimonios, yo creo que cada pareja debe honrar al otro con su compromiso y que cada uno debe resaltar sus individualidades, crecer juntos en compañía del otro -como la figura de las dos naranjas completas, no medias naranjas (idea por lo demás bastante reevaluada). Para algunos suena obvio y su vida en pareja es así de ideal. Pero eso yo no lo sabía, porque creía que mi personalidad debía acoplarse para que mi matrimonio funcionara y seguir cumpliendo el mandato de seguir por el mundo a mi amado.




Lo que también aprendí el día de mi matrimonio es la promesa de amar y respetar todos los días de la vida. Eso es muy bello pero es no fácil pensar en una eternidad, cuando en la realidad es un reto seguir casado día tras día. Creo que, en vez de ponerlo en términos intangibles de la perpetuidad de un matrimonio, se debería fomentar la idea que la eternidad se hace diariamente. Es en ese ejercicio permanente del amor y el aguante donde la pareja va viendo si en realidad la muerte es la que los va a separar; o más bien, una decisión concertada de terminar el vínculo. 

Como lo pensaba hace unos días: el matrimonio es lo mejor y lo peor que me ha pasado. Podría tener muchas razones para estar dolida; pero ha sido lo mejor porque haber pasado por ahí me ha dado información vital que no tendría de otra manera. Y, ante todo, para saber que el compromiso entre dos personas que se aman y se honran de manera consciente y decidida es más potente que la idea de que la muerte los va a separar.








martes, 13 de febrero de 2018

CHINA, PRIMERA ENTREGA: UN PAÍS PARA COGER CON PALILLOS

Cuando se ha vivido en el exterior -y más aún cuando uno se aleja de Colombia- guarda con recelo los recuerdos de su vida afuera. Para mi, la vida en la República Popular China está reservado en un espacio muy importante. Sí: China. Sí: casi cuatro años. No: no comí perro. Por eso, quiero empezar esta trilogía sobre China con lo que fue una experiencia que, como siempre digo, le "pone el cuero duro", como se dice vulgarmente; y lo hace muy fuerte en todos los sentidos.

Mi acercamiento a China fue mucho más que haber comprado ropa barata o electrodomésticos de regular calidad. Puedo decir que China es más fruto de un sentimiento y de un capítulo de tremenda exploración. Sin embargo, la decisión no fue una meta establecida o una promesa de vida que yo me hubiera propuesto. Por así decirlo, fue al seguir un amor, quien sí ansiaba saber qué era lo que estaba sucediendo en esa lejana parte del mundo. Y yo decidí a acompañarlo, con mis ojos vendados, pero con la mente muy abierta.

Voy a contarles algunos apartes de mi historia en China y con China. Hago esta diferenciación porque una y otra relación son totalmente diferentes: en algún momento el "estar-en" un país determina en parte el "estar-con", lo cual es determinante cuando se vive por fuera.

En 2011, mi pareja de esa época tenía por propósito ir a China a trabajar y vivir toda la experiencia asiática. Cuando se materializó esa oportunidad, yo simplemente fui notificada, sin tener mucho por protestar. Pero lo tomé desde una postura que me ayudó durante los años que viví allá: "si no voy ahora, no iré nunca". Esta es una one shot opportunity, una oportunidad que sólo se presenta una vez y no volverá. Así que me vendé los ojos e inicié mi incierto camino.

El aterrizaje a China fue el 4 de enero de 2012. Nuestro destino: Shanghai, "la Perla del Oriente", la que es considerada la capital económica del país; la metrópolis de 20 millones de habitantes (y contando); y el prototipo de cómo serán las ciudades en el futuro. Alucinante es la palabra que mejor la describe. Y aunque han pasado ya seis años desde eso, puedo recordar cada minuto desde la llegada del aeropuerto de Pudong y las primeras impresiones que todo me causó.

Lo primero que uno busca en el horizonte son montañas; algo de naturaleza, algo verde que le recuerde los Cerros Orientales de Bogotá o la Cordillera nevada que rodea a Santiago de Chile. Pero no es posible ser tan "montañero" (como dicen en la región cafetera cuando uno es medio campesino): sólo hay edificios, enormes, interminables, uno más grande que el otro. Hasta cuando alcanza a vislumbrar las imponentes torres de Lujiazui (léase Luyiatsué), la zona financiera y se da cuenta que ahí está en el futuro. Ante tal magnitud no pude cerrar la boca y dar crédito a lo que está viendo.

Pero esas magníficas obras de la ingeniería y de la más alta arquitectura no se comparan con el verdadero impacto que genera la multitud incalculable de la población china. Sí: uno ve muchos chinos. MUCHOS. No: no son iguales entre sí. Pero sí hay que tener un ojo curioso para encontrar sus singularidades y entender por qué somos tan diferentes entre westerners y orientales.

Un chiste que no debe morir (aunque sea impreciso) 

Mi primer día en China se pierde entre un jet lag insoportable, que dura alrededor de 24 horas continuas -mismas horas que se invierten viajando desde Occidente hasta allá. El segundo día ya recobré un poco mis sentidos y me envalentoné a recorrer mi sector. Salí de mi apartahotel, dispuesta a "comerme el mundo", literalmente: tenía un hambre tremendo después de sólo haber comido noodles feos en el avión de China Southern; pero no había muchas opciones para escoger entre la zona de enormes autopistas; y, como era obvio, yo buscaba algún tipo de comida occidental. Lo único que encontré fue un lugar de comida rápida china. Me pareció que pintaba bien y entré.

Primer golpe a la ingenuidad occidental:

El tablero ofrecía diferentes opciones, todas en caracteres chinos. Eso suena obvio, pero no, no lo es. Para escoger, uno tiene que utilizar el lenguaje de señas (muy útil para sobrevivir) y darle a entender al cajero que quería ese pollo que está en la foto, que prometía parecerse a lo que uno se comía en su casa.

Segundo golpe:

En efecto, llega la bandejita con el pedido. El pollo, tal como uno creyó que era. Pero no, era como los chinos suelen comerlo: crudo. Sí: no estaba cocinado. Lo salvaba el tazón de arroz que no se veía del todo mal. Y claro, los palillos chinos. Los insufribles palillos chinos o chopsticks.

Este video ilustra, tal cual, como fue ese primer impacto cultural y gastronómico -que nunca, nunca, podré superar:




Aunque no alcancé a comerme el arroz con la mano (que sí hacen en países como India, por ejemplo), la frustración por el pollo crudo y el arroz aglutinado que no se dejaba "pescar" por los palillos empeoró por la falta de cubiertos occidentales. Desde ahí empecé a tener la noción que Shanghai no era tan internacional como la pintaban y que seguía teniendo mucho de la China profunda, imagen que se fue asentando con los años.

Salí del establecimiento gastronómico con más hambre de la que llegué, pero seguía con la energía suficiente y me aventuré a entrar a un barrio tradicional que estaba en las cercanías. Además de hacer reconocimiento de terreno, se me ocurrió que ese era el mejor lugar posible para encontrar dos importantes piezas que no me podían faltar a mi llegada: unas tijeras portables (de esas que hacen en China) y unas pinzas para las cejas (de esas que uno sólo encuentra en almacenes de cosas chinas). Pues no: tuve que recorrer varias cuadras (que en Shanghai alcanzan casi un kilómetro) porque esas pendejadas no las venden en China.

Obviamente, al irme adentrando en ese barrio tradicional empecé a captar la atención de los lugareños, a los que trataba de explicarles por señas mi necesidad de encontrar tan útiles adminículos. Así que llegué a lo que podría ser una miscelánea (al estilo de las que hay en los barrios bogotanos), en donde un muy amable chino me ofreció lo que estaba buscando.

Las tijeritas que no me podían faltar
Unas muy útiles y necesarias pinzas



Tercer golpe:

Calcule usted un precio para unas tijeras y unas pinzas: deben ser baratas, y más si uno está en China, por supuesto. Pero no: no son baratas. Haciendo los cálculos, el señor me debió haber cobrado por ahí tres veces más de lo que costaban las pendejaditas.  Sí: los chinos son aprovechados y nunca -léase bien: NUNCA- pierden un negocio. Ahí tuve mi primera inocentada con los comerciantes chinos; y, a partir de eso, aprendí a negociar.

A partir de ese primer y algo accidentado acercamiento con mi nuevo hogar, empecé a entender poco a poco lo que es China (y que explicaré en la siguiente entrega): en primer lugar, que Occidente es aún ingenuo (e, incluso, arrogante) para entender a este gigantesco país. Creemos que algo "es barato" porque es Made in China, o que es un país ordinario porque aún lo juzgamos por los electrodomésticos de dudosa calidad.

En realidad, los westerners construimos una relación de amor-odio muy compleja conforme vamos viviendo (y sufriendo) a los chinos. Y es por esto que hago la referencia al inicio del temple que uno asume y "el cuero duro" que saca de la experiencia china:

Como occidental, uno está confrontado todo el tiempo a tratar de entender por qué China es así -pero siempre bajo los parámetros nuestros. Nos parecen absurdos, sucios, "atravesados", abusivos. Sí: son todo eso. Como decía un alto ejecutivo chileno que llevaba bastantes años allá: "lo único que tenemos en común con los chinos es el idioma"... Sí: no tenemos nada en común.

Ese aquel "estar-en" China al que hacía referencia marcó -durante esos tres años y aún hoy- influyó en mi relación con China:

Eso va desde las transacciones comerciales en el Fake Market (el mercado de las copias de carteras de diseñador y relojes de marca) y los fallidos intentos por regatear los artículos; el ser objeto de admiración y escrutinio por ser rubia y caucásica, al punto de convertirme en una desprevenida protagonista de los selfies de las adolescentes chinas; ser invadida en mi espacio personal, por la inimaginable cantidad de gente que se transporta en el metro de Shanghai (calificado como el mejor y más rápido del mundo); que mi carrito de mercado sea esculcado por los chinos que están muy interesados en saber qué es lo que comemos en casa; ver cualquier cantidad de escupitajos en el piso (sí: es asqueroso, pero es la verdad); y verse en peligro por la cantidad de motos y bicicletas que pueda imaginarse.

Pero lo más impactante que alguien pueda enfrentar en China es la barrera del idioma. Sí: es difícil. Es MUY difícil. La misma convivencia en el país me obligó a superar el lenguaje de señas y atravesar ese largo túnel que es aprender chino mandarín, la lengua oficial del país. Todavía me preguntó cómo hice para sobrevivir en esa primera etapa sin saber siquiera los números; y aún así, poder comprar cosas, mandar a arreglar zapatos, pedir que me hicieran el manicure y cosas de la vida cotidiana.

Pero como dice la frase, "la necesidad es la madre del ingenio, pero el coraje es el padre del progreso", me vi en la necesidad de aprender mandarín. Pasé por los cursos de la prestigiosa universidad Jiao Tong, por academias, profesores privados y cuánta clase pude tomar. Pero en el momento en el que sí creo haber aprendido fue a través de un método muy bien pensado que se llama Keyi ("puedo" en chino).

Debo decir que si bien no logro hablar de corrido, sí soy capaz de entender el contexto de una conversación en chino, y eso ya es una ganancia. Me he sorprendido a mi misma tratando de establecer una conversación sencilla con los chinos que me he encontrado en cualquier sitio, quienes se han sorprendido que alguien los salude con deferencia y que se esfuerce por aprender una lengua tan compleja.

Para redondear sobre mi inmersión, creo que la experiencia más significativa -junto con el aprendizaje del mandarín- fue haber trabajado en Shanghai. Aunque yo sólo quería a ser "esposa de expatriado" y dedicarme a trabajar por mi felicidad, debí ganarme la vida. Y eso a la larga me enorgullece y lo muestro en la hoja de vida como un interesante triunfo -que, lastimosamente, no ha sido del todo apreciado en Colombia-.

Empecé siendo traductora de inglés a español de textos técnicos; editora de una revista web para el público latino en China; profesora particular de inglés  y de español en la universidad Sanda. Pero uno de los trabajos que más disfruté fue como extra de novelas de época. Sí: salí en novelas. No: no actué y no tengo registros audiovisuales para poder alardear. Me pagaban lo suficiente para pagar el mercado, pero fue inolvidable: me peinaban y me ponían unos feos vestidos de los años 30, época donde se desarrollaba la historia. La producción nos ordenaba a los blancos posar como los extranjeros que vivían durante la ocupación francesa en la ciudad, mientras se desarrollaban las aventuras de las heroínas chinas. Era muy divertido y yo esperaba ser tan notoria para que me dieran un rol secundario. Pero no: me quedé esperando el papel de mi vida, que me sacara del anonimato.


Grabación de novela en el estudio ubicado en la provincia de Zhejiang - Fuente: South China Morning Post

Sé que sólo he contado a grandes rasgos lo que fueron tres años, porque la memoria hace un juego y reduce todo lo bueno, lo malo y lo regular del paso por China. Pero el país es, sin duda, mucho más grande e impensable de lo que podemos contar los que hemos vivido esa experiencia.

Por esto, le propongo al lector una visión más amplia para explicar lo qué es, en cierta medida, un país como China, que explicaré en las próximas entregas. Es mucho más que el mito de comer perro, los escupitajos y los vendedores aprovechados. Y, ciertamente, es mucho más que unas tijeras y unas pinzas Made In China. 


















TRAMITOMANÍA PANDÉMICA

En su libro de ensayo, “Pa que se acabe la vaina” (Planeta, 2021), William Ospina hace un retrato fiel y, a la vez, un tanto agobiante del E...